lunes, 9 de enero de 2012

Decimoséptimo momento: vamos a merendar sin que tu madre se entere

Vale la pena reencontrarse con personas del pasado tan sólo para revivir cómo era que se te fueran las horas hablando de los problemas psicológicos de ambas. Y ella y yo tenemos mucho que contar en ese sentido. Me miraba con sus ojos marrones abiertos como platos, como siempre los colocaba cuando trataba un tema que consideraba de máxima importancia, con su larguísimo pelo cuidadosamente tratado echado sobre un hombro y sus complementos moviéndose agitadamente. Repitió varias veces que nos podía parecer tonto lo que nos iba a contar, o que a simple vista puede ser percibida como una persona simple, pero en el fondo era inteligente.

Claro que es inteligente, siempre lo ha sido. Quizás por eso me gustaba tanto oírla descontextualizándolo todo y construyendo su propio mundo, que por otra parte no era tan descabellado. Me encantaba ver cómo su cabeza daba vueltas buscando una respuesta para todo, que aun en su ingenuidad adolescente apenas se equivocaba. Las dos jugábamos a crear en nuestra mente imágenes nítidas de lo que hubiera pasado si hubiéramos actuado de forma distinta a como lo habíamos hecho, y nos divertíamos y reíamos inventando situaciones absurdas, ficticias o futuras. Éramos dos niñas, pero ya teníamos algunos temas que siempre acabábamos tocando y uno que era prohibido hasta para ser nombrado.

Y sin embargo, nos tocó madurar y ya no estábamos para influenciarnos la una a la otra y seguir creando nuestra realidad paralela. ¿Cómo se explica entonces que a la hora de volvernos a unir tengamos la misma forma de pensar? A mí me gusta imaginar que contribuyeron tantas tardes juntas, tantas llamadas al telefonillo a la hora de merendar, todas las veces que nos quedamos a dormir en casa de la otra y aquellas locuras que hacían de nuestras horas de colegio un recreo permanente. Aprendimos a hacer collares con plastilina, a rodear animalitos dependiendo del pelaje que tuvieran, a leer, a sumar, a analizar oraciones, a bailar, a pelearnos, a enamorarnos, a llorar, a superar los palos sentimentales y a meternos (por qué no decirlo) con aquellos que no nos caían bien. Desaprendimos a querernos para tener que aprender luego a vivir sin la otra, y no sé a ella, pero a mí me costó mucho.

Dieciséis años después de nuestro primer batido juntas, estamos hablando en un coche. Y parece mentira, pero nunca se deja de aprender. Ahora nos toca poner en común años de nuestras vidas que han discurrido en dos líneas paralelas y que, sorprendentemente, todavía tienen tantos puntos en común como rotuladores mágicos había en la caja con la que jugábamos de niñas merendando galletas de chocolate.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Decimosexto momento: la nevera adivina lo que supo mi cuerpo

Me cansa un poco que todo el mundo menosprecie los sentimientos, como si fueran algo anacrónico. En este siglo no está de moda sentir.

- Rocío, estás demasiado preocupada por que te quieran. Eres cursi

Si Bécquer levantara la cabeza...

- Estoy harta de deciros a todos que no me creo las clases de Pilar Bellido, no me creo que la poesía de la experiencia sea una forma de construir ficción a partir de un sentimiento real. No se puede construir ficción a partir de algo tan fuerte, porque siempre vamos a dejar emanar entre las letras parte de nuestra alma.

Ayer mismo volvía a repetirlo y todos me llevaban la contraria...

No me creo la poesía de la experiencia porque no podría escribir sobre mí misma sin acordarme de él y las múltiples formas que tengo de quererlo, ni de las múltiples formas que tiene él de alejarse de mí. Tampoco podría pensar una metáfora en la que no estuviera incluida la sensación de felicidad que siento cada vez que vuelve, aunque nunca sea para quedarse. Supongo que es muy difícil escribir sobre tu vida sin mencionar al villano que le da sentido.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Decimoquinto momento: eres una egocéntrica con dos caras

18 julio 2011

Me gusta caminar por la playa sin gafas porque todo es como mucho más impresionista. Este hecho, unido a la ausencia de pitidos en mi Blackberry, hace que disfrute enormemente mis paseos por la orilla a la hora del crepúsculo.

Los pies se me van hundiendo lentamente, dejándose cubrir por un manto de arena mojada y conchas, algunas de las cuales a veces me pinchan y me hacen levantar la pierna bruscamente. Veo luces y puntos de color, pero no necesito nada más, el viento me peina y despeina a su antojo haciéndome feliz. Pensaba que no podría haber nadie en mayor consonancia con el mar, pero una mancha de colores estaba a punto de hacerme cambiar de idea.

Me pondré las gafas y os la describiré: no sé qué clase de persona es, porque está agachada, su espalda curvada y ambos brazos caídos, sus dedos tocan el agua que las pequeñas olas traen para regocijo de sus talones, que se alzan ligeramente para volver a apoyarse después. Por mucho que intento averiguar de qué sexo es mi objetivo a observar no me deja, pues su cabeza se halla cubierta por lo que parece un enorme pañuelo doblado varias veces.

De repente se endereza, dejándome adivinar por fin un pequeño y doloroso trozo de vida. Es una mujer menuda, muy blanca de piel y con una tez frágil pero que deja entrever una enorme dulzura. Lleva puesto un vestido verde agua con flores de diferentes colores, y un pañuelo cubre su cabeza, como bien había visto antes. El arcoíris de color que la acompaña no oculta, sin embargo, la ausencia de vello en cada centímetro de su piel. La veo sola, en silencio, concentrada en pedir fuerzas, ayuda para seguir adelante.


23 Julio 2011

También me encanta pasear con mi hermano porque, aunque nunca le ha importado mi vida ni nada de lo que yo haga con ella, le encanta hablarme de él. Y yo escucho, divirtiéndome con sus anécdotas de baloncesto e interesándome – lo justo – por el argumento de la última película que vio.

La misma mujer de piel blanca está allí, jugando en la orilla con varios niños pequeños. Ahora la veo feliz, se ríe a carcajadas mientras fabrica castillos que el agua barre cada pocos minutos. No parece la misma, pero esta otra faceta es igualmente atrayente para mí, que me quedo un rato observándola, mientras camino. Todos tenemos dos caras.


31 julio de 2011

Haciendo las maletas para volver a mi ciudad vuelvo a pensar en ella. No la voy a volver a ver. No sé qué pasará con ella. ¿Dónde están mis dos caras?


1 septiembre 2011

No me puedo creer que ya esté lloviendo, ¡sólo es el primer día de septiembre! Espero en el coche a que mi madre recoja la compra mientras escucho a Eva Amaral cantando de nuevo Moriría por vos, solo que esta vez no es una canción especial. Mirando cómo las gotitas adornan el cristal reparo en mí, justo detrás, en el retrovisor. Observo mi reflejo, al que por fin he aprendido a querer. La Rocío que se va a la playa a escribir con un cuaderno y un bolígrafo es la misma Rocío que camina fingiendo a gritos acento del norte para avergonzar a su hermano. Y es la misma que ríe cuando le parten el corazón – otra vez – porque no se puede creer que le haya vuelto a pasar. La misma payasa, niña pequeña sin sentido del ridículo, risueña, estúpida, rencorosa, vengativa, educada, torpe, irascible, gritona y fiel a la frase “el hombre es el único animal que tropieza con la misma piedra”. Pero no importa, tengo tiempo para aprender cuál de mis tropecientas caras me gusta más y mejorarla para que me acompañe toda mi vida. O eso espero.


5 septiembre 2011

No son dos caras, la mayoría solo tenemos una porque no podemos ocultar cómo somos realmente. Lo que ocurre es que no nos damos cuenta de que somos un prisma de colores maravilloso, y merece la pena mirarnos y aprender. Eso es todo. ¿Egocentrismo? Puede ser, pero al menos puedo estar orgullosa de que antes de conocer y querer a nadie conozco y quiero a la persona en la que me estoy convirtiendo.

miércoles, 20 de julio de 2011

Decimocuarto momento: mi círculo imperfecto

Hay cosas que son más susceptibles de convertirse en motivo de inspiración. Existen conversaciones reveladoras y personas sorprendentes, a veces la musa nos visita en forma de canción, de película o de óleo. Todos alguna vez nos hemos sentido conmovidos por la fuerza de un paisaje, y esto sin mencionar cualquier detalle, por nimio que parezca, de la persona a la que una vez amamos. La forma que tenía de arquear su ceja izquierda nos persigue, y el sonido de su risa todavía taladra nuestros tímpanos en las noches solitarias de lunas redondas.

Redondo, redondo... ¿de verdad puede inspirar tanto un círculo? ¡Pues claro! La esencia misma de vivir como ser humano es no saber donde está lo verdaderamente estimulante, hasta que se descubre. Y yo no hace mucho descubrí dos círculos dentro de otra forma geométrica más irregular pero igualmente simétrica. O no, pero a mí me lo parecía, si simetría es sinónimo de perfección. O de imperfección, pues es en las cosas imperfectas donde a menudo se encuentra la verdadera riqueza.

Caminar por los bordes de este círculo es mojarse los pies en aguas cristalinas, frías y de un color azul precioso, pero no el azul de un lápiz o un rotulador, sino un color menos puro, pues el océano con sus mareas viene y va salpicando el celeste Carioca de días profanos. Caminando hacia el centro nos encontramos con una red de líneas color miel, que va endulzando la senda hacia el epicentro del círculo, difuminándose en su caminar y haciéndose cada vez más oscura. El epicentro es epicentro porque a mí me gusta llamarlo así, ya que ocasiona algún que otro seísmo. Es negro como la noche y con un minúsculo punto de luz, si bien por minúsculo que parezca a veces es capaz de alumbrar más que el propio fuego. Celeste o azul agua como a mí me gusta pensarlo, color miel y negro. Tres colores que configuran una acuarela imposible de obviar, y tan divertida de experimentar... si tenemos el pincel adecuado, claro.

Formas azarosas dentro de un círculo peligroso, dañino y altivo; pero dulce, aniñado y capaz de encandilarte como la fuerza de la marea que ahora observo, como la dulzura de la miel, como la magia de la noche.

"No me mires con esos ojos, no te aguanto la mirada"

sábado, 16 de julio de 2011

Decimotercer momento: mamá

Por mucho que me llamen loca, nunca me cansaré de decir que me encantan los autobuses porque ir montada en ellos es la mejor manera que tengo de conocer a las personas. Por el día me apasiona ir sentada en el último asiento viendo cómo familias, amigos y personas solitarias se desenvuelven en un pequeño espacio que les ha sido concedido durante unos minutos para socializar, a la fuerza y de la manera que sea (incluso eligiendo no socializar). Los jóvenes de pelo enmarañado y música estridente bajo enormes cascos se mezclan con los ancianos de transistor y animadas conversaciones sobre lo mal que va el país por culpa de los niños de hoy en día, Zapatero y los conductores de Tussam. Por la noche me agazapo en mi rincón al ritmo de la música que me pida el corazón y vigilo con recelo a los extraños personajes que habitan las líneas a altas horas.

Aquel día el nº22 estaba lleno, eran las dos de la tarde y el calor pegaba de lleno en nuestras cabezas.Y entre bolsas, gritos, risas y miradas huidizas que juegan a adivinar gestos ajenos en los reflejos del cristal, las vi.

Madre e hija, la primera de pie junto a un botón de STOP y la segunda sentada en un asiento no muy lejos de mí. Ambas se miraban con un cariño que inundaba sus pupilas, pero cada una de una manera diferente, las dos igualmente fascinantes, quedando yo atrapada por unos segundos (para mi fueron semanas) en aquella clase de amor del que un día yo también disfruté y ahora ya no queda nada. Aunque he crecido puedo decir con una amplia sonrisa que tengo a mi madre a mi lado queriéndome como siempre, pero nunca más vendrá a arroparme una noche de diciembre y a desearme buenas noches con un beso en la frente. A pesar de que jamás me dejará sin bocado que llevarme a la boca nunca más hará el avioncito con mi papilla de arroz con pollo pidiéndome por “papá” que no deje ni una sola cuchara en el plato. Y por más que aún escuchemos música juntas nunca más me volverá a cantar la canción de cuna que compuso sólo para mí. Las tardes de columpios se sustituyeron por tardes de compras, las mañanas de dibujos animados por las de gimnasio, y las larguísimas tardes de “¿mamá, me lo estudio y me lo preguntas?” por un móvil que suena en una biblioteca preguntando si he comido bien y llevo el temario aprendido al examen.

Mirando a esas dos personas tan entrañables a las dos de la tarde en un autobús comprendí  lo importante que puede ser tener a alguien pequeñito que depende sólo de ti y sentarlo para que no se caiga, o simplemente mirarlo y sentir… no lo sé, no tengo ni idea. Pero dentro de muchos años espero componer una canción de cuna para alguien que haya heredado sus ojos, los de mi madre.  



sábado, 14 de mayo de 2011

Interludio

Señoras y caballeros, la función ha terminado. Agradecemos su asistencia y esperamos verles pronto.

“¿Ya ha terminado?” No podía moverme. La fascinante obra de teatro me había mantenido clavada en mi asiento casi sin pestañear, experimentando cada sentimiento que me era transmitido, sufriendo con cada lágrima y riendo con su júbilo, empatizando con aquella protagonista que se parecía tanto a mí. “Era yo, estoy segura”. Me sonreía a mí misma recordando como aquella desenfada y sensiblona mujer de cabello rizado se movía por su existencia patosamente, haciendo ruido en toda aquella vida por la que cruzaba como un huracán, pero desapareciendo tras su marcha dejando algunas casas tiradas y un par de corazónes heridos, pero sin víctimas mortales, tal y como los ciclones más inocentes.

Empecé  a intentar moverme lentamente, ondulando mi espalda, separándola del asiento de madera que ya empezaba a crujir. Apoyé mis manos en los reposabrazos y me alcé con dificultad. “Demasiado tiempo sentada”. Comencé a mover graciosamente los dedos de mis pies mientras los sentía rozándose contra el ante de mis zapatos, y agradecí enormemente sentir una parte de mi cuerpo aún viva. Entrelacé los dedos de mis manos y los hice chasquear, me recoloqué el pelo y di unos pasos al frente. La mortecina luz que penetraba por el ojo de buey alumbraba mi caminar entre las butacas, mi único acompañamiento musical era el sonido chirriante de las tablas de madera que pisaba lentamente, ¿mi destino? El que había sido siempre: el escenario.

Al fin llegué al pie de las escaleras que me invitaban a subir, y para hacerlo me descalcé. Uno a uno fui subiendo los escalones con la gracia de bailarina que nunca tuve, ondeando mis manos en el aire con expresión jocosa, mostrando la hilera de dientes que mi juventud me permitía tener, acariciándome mi pelo largo y enmarañado, satisfecha. Mientras subía me gustaba cerrar los ojos y jugar a imaginar que todos estaban allí viéndome ascender con gracia y apoyándome. Me gustaba fantasear con la idea de dar un paso en falso y encontrarme con sus brazos al caer hacia atrás. Pero ni siquiera noté su olor, así que seguí subiendo y, agarrándome de un retal de telón que a algún operario despistado se le habría olvidado quitar, llegué.

“¿No hay nadie que actúe conmigo?”. Miraba a las butacas y no veía un alma, caminaba en círculos asomándome a los pequeños huecos que las telas rojas dejaban entrever. Nadie entre bastidores, nadie en la escena, nadie en los palcos. Sólo yo, con mis ganas de actuar. “Entiéndelo, ya no queda nadie. Me lo habré buscado yo con mi arrogancia, mi falsa ironía y mis exigencias. Si hubiera aprendido a tener la boca cerrada y a comportarme tal y como soy probablemente estarían aquí a mi lado”. Enfadada me bajé del escenario y corrí hacia la puerta buscando la salida, pero, “¡Ay! Toda la vida en este teatro y todavía no he aprendido a caminar descalza sin quemarme los pies”.

Se cierra el telón.

martes, 5 de abril de 2011

Duodécimo momento: tequila con naranja

Los viernes somos pocos en clase, y a mí aquel primer día de abril me vino bastante bien. Necesitaba una mirada que me hiciera olvidar y una sonrisa amiga, y por eso me senté a su lado, asegurándome de esta manera tener cerca esa mezcla explosiva que me hace sentir siempre como en casa. Me miró de reojo un par de veces, y gracias a la absurda atención que he puesto siempre en intentar conocerlo supe que se avecinaba algo:

          -  Esta mañana he leído una cosa en tu blog.
          - Creo que prefiero que no comentes nada, y menos destructivo.
          - No era destructivo. Está… bien, y me he sentido un poco identificado.
          - ¿En serio? ¡Pues no era para ti! Oye, le he escrito a mucha gente, pero a ti nunca, ¿verdad? Tendré que pensarme si te escribo algo, ¿no?
          - No, no. No hace falta.

Pero mi mente rara vez está en consonancia con lo que se ha dicho, y como siempre empezó a viajar ella sola a través de la línea del tiempo que une el día en que nos conocimos y el preciso momento en el que estábamos, un año y medio después, con tantas experiencias conjuntas detrás. Buscaba un “momento robado” para incluirlo a la lista, una pequeña sentencia o quizás un gesto que en su tiempo me hubiera cautivado. Buscaba un minúsculo Big Bang con la capacidad de crear un texto casi perfecto que pudiera pasar  el juicio del exigente destinatario. Pensando me descubrí a mi misma en mi lugar de meditación (mi querido Peugeot 306 sin radio) tres horas después, sin conseguir encontrar un punto de partida.

Entonces me di cuenta de que en realidad no hay nada cuantificable ni fácil de recordar, nada que sirva para explicar por qué he dejado que se convierta en una de las personas más especiales de mi vida. A veces no sabe escuchar, con frecuencia me quejo de que soy la última en la que se apoya cuando necesita un consejo o simplemente a un amigo, no puedo negar que me he entristecido sumamente con sus comentarios hirientes e incluso he llegado a detestar esa fina y sutil ironía que siempre va acompañada de una mueca  de suficiencia. Y sin embargo, tal y como decía aquella canción, le quiero.

Pero ignoro el porqué, y quizás eso es lo que me hace cuidarme de que se aleje de mí. Siempre me ha parecido curioso la capacidad que yo misma concedo a algunas personas para meterse en mi corazón sea de la manera que sea, nunca he entendido mi propio criterio, y me temo que por algún tiempo seguiré sin comprender qué pasa dentro de mí para acabar formando parte de la órbita de un sol que a veces quema demasiado.

Y aun así no puedo evitar estar convencida de que merece la pena dar tanto de mí misma si con eso consigo que él me conozca tanto como para saber por qué y, sobre todo, a quién escribo esta vez.